jueves, 5 de abril de 2018

Síndrome de Estocolmo e infancia en barriles de vinagre.


El 23 de agosto de 1973, en Estocolmo, capital de Suecia, tuvo lugar un atraco con rehenes. Jan Erik Olsson, un presidiario de permiso entró en el banco Kreditbanken de Norrmalmstorg, en el centro de la ciudad. Al ser alertada la policía, dos oficiales llegaron de forma casi inmediata. El atracador hirió uno de ellos y mandó al segundo sentarse y cantar. Había tomado cuatro rehenes y exigió tres millones de coronas suecas, un vehículo y dos armas. El gobierno se vio obligado a colaborar y le concedió llevar a Clarck Olofsson, amigo del delincuente. Así comenzaron las negociaciones entre el atracador y la policía. Ante la sorpresa de todos, Kristin Ehnmark, una de los rehenes, no sólo mostraba su temor a una actuación policial que acabara en tragedia sino que llegó a resistirse a la idea de un posible rescate. Según decía, se sentía segura.
Después de seis días de retención y amenazas por parte del secuestrador, del lado del cual se puso Ehnmark, la policía decidió actuar y se produjo la rendición. Nadie resultó herido. Durante todo el proceso judicial, los secuestrados se mostraron reacios a testificar contra los que habían sido sus captores y aún hoy manifiestan que se sentían más aterrados por la policía que los ladrones que los retuvieron. El criminólogo Nils Bejerot acuñó poco después y consecuencia de aquel caso, el término Síndrome de Estocolmo para referirse a rehenes que sienten este tipo de identificación con aquellos que los captan.
En la actualidad, los negociadores de la policía ya no ven como inusual que se produzca el síndrome de Estocolmo en situaciones de secuestro o abuso. El vínculo emocional con el maltratador es en realidad una estrategia de supervivencia para víctimas de abuso e intimidación.
Como señala el psicólogo Joseph M. Carver, se ha visto que cuatro situaciones o condiciones están presentes y sirven como base del desarrollo del síndrome de Estocolmo:

1. La percepción de una amenaza a la supervivencia física o psicológica y la creencia de que el abusador llevará a cabo la amenaza.

2. La percepción de cierta amabilidad del abusador hacia la víctima.

3. Ausencia de un punto de vista diferente al del abusador.

4. La percepción de la incapacidad de escapar de la situación.

Desde esta perspectiva, la puesta en práctica de esta conducta supuestamente anómala tiene, por tanto, poderosos y profundos justificantes. Lo que puede parecer inexplicable, ilógico o irracional como consecuencia de una visión fragmentada, descontextualizada y superficial, resulta de una lógica implacable cuando se hacen evidentes los mecanismos subyacentes y se atienden a razones de supervivencia en escenarios hostiles. En este contexto se entienden a la perfección las palabras del psiquiatra Bessel van der Kolk: “Cuando la gente está desesperada hace cualquier cosa per sentirse más tranquila y mantener más el control”.
Supervivencia amenazada, respuestas amables por parte de los cuidadores, ausencia de un punto de vista diferente e incapacidad de escapar, son condiciones propias del escenario en el que se encuentra un niño respecto a su entorno próximo. Esto puede explicar pues también, porque en situaciones adversas, cuando el niño o la niña se encuentran en un entorno hostil, en un barril de vinagre, no les queda más remedio que adaptarse a él, defendiendo a quienes les niega, haciéndose propias faltas ajenas y culpabilizándose de la situación. Algo que se puede interiorizar y adoptarse como modelo interno, como marco mental desde el que uno se interpreta y se ve a sí mismo.
Teniendo en cuenta pues las particulares circunstancias en las que se encuentran los niños, deben extremarse las precauciones para crear condiciones en las que se encuentren respetados, tolerados y regulados, recordando que una base afectiva sólida en la infancia posibilita abrirse al mundo de manera segura y confiada, y actúa facilitando un adecuado progreso y evolución tanto a nivel biológico, psicológico como social.


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