El 23 de agosto de 1973, en
Estocolmo, capital de Suecia, tuvo lugar un atraco con rehenes. Jan Erik
Olsson, un presidiario de permiso entró en el banco Kreditbanken de
Norrmalmstorg, en el centro de la ciudad. Al ser alertada la policía, dos
oficiales llegaron de forma casi inmediata. El atracador hirió uno de ellos y
mandó al segundo sentarse y cantar. Había tomado cuatro rehenes y exigió tres
millones de coronas suecas, un vehículo y dos armas. El gobierno se vio
obligado a colaborar y le concedió llevar a Clarck Olofsson, amigo del
delincuente. Así comenzaron las negociaciones entre el atracador y la policía.
Ante la sorpresa de todos, Kristin Ehnmark, una de los rehenes, no sólo
mostraba su temor a una actuación policial que acabara en tragedia sino que
llegó a resistirse a la idea de un posible rescate. Según decía, se sentía
segura.
Después de seis días de retención y
amenazas por parte del secuestrador, del lado del cual se puso Ehnmark, la
policía decidió actuar y se produjo la rendición. Nadie resultó herido. Durante
todo el proceso judicial, los secuestrados se mostraron reacios a testificar
contra los que habían sido sus captores y aún hoy manifiestan que se sentían
más aterrados por la policía que los ladrones que los retuvieron. El
criminólogo Nils Bejerot acuñó poco después y consecuencia de aquel caso, el
término Síndrome de Estocolmo para referirse a rehenes que sienten este tipo de
identificación con aquellos que los captan.
En la actualidad, los negociadores
de la policía ya no ven como inusual que se produzca el síndrome de Estocolmo
en situaciones de secuestro o abuso. El vínculo emocional con el maltratador es
en realidad una estrategia de supervivencia para víctimas de abuso e
intimidación.
Como señala el psicólogo Joseph M.
Carver, se ha visto que cuatro situaciones o condiciones están presentes y
sirven como base del desarrollo del síndrome de Estocolmo:
1. La percepción de una amenaza a la
supervivencia física o psicológica y la creencia de que el abusador llevará a
cabo la amenaza.
2. La percepción de cierta
amabilidad del abusador hacia la víctima.
3. Ausencia de un punto de vista
diferente al del abusador.
4. La percepción de la incapacidad
de escapar de la situación.
Desde esta perspectiva, la puesta en
práctica de esta conducta supuestamente anómala tiene, por tanto, poderosos y
profundos justificantes. Lo que puede parecer inexplicable, ilógico o
irracional como consecuencia de una visión fragmentada, descontextualizada y
superficial, resulta de una lógica implacable cuando se hacen evidentes los
mecanismos subyacentes y se atienden a razones de supervivencia en escenarios
hostiles. En este contexto se entienden a la perfección las palabras del
psiquiatra Bessel van der Kolk: “Cuando la gente está desesperada hace
cualquier cosa per sentirse más tranquila y mantener más el control”.
Supervivencia amenazada, respuestas
amables por parte de los cuidadores, ausencia de un punto de vista diferente e
incapacidad de escapar, son condiciones propias del escenario en el que se
encuentra un niño respecto a su entorno próximo. Esto puede explicar pues
también, porque en situaciones adversas, cuando el niño o la niña se encuentran
en un entorno hostil, en un barril de vinagre, no les queda más remedio que
adaptarse a él, defendiendo a quienes les niega, haciéndose propias faltas
ajenas y culpabilizándose de la situación. Algo que se puede interiorizar y
adoptarse como modelo interno, como marco mental desde el que uno se interpreta
y se ve a sí mismo.
Teniendo en cuenta pues las
particulares circunstancias en las que se encuentran los niños, deben
extremarse las precauciones para crear condiciones en las que se encuentren
respetados, tolerados y regulados, recordando que una base afectiva sólida en
la infancia posibilita abrirse al mundo de manera segura y confiada, y actúa
facilitando un adecuado progreso y evolución tanto a nivel biológico,
psicológico como social.
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